Rescates

 Un día en el campo (1946), de Jean Renoir

«El señor Dufour, ferretero de París, [...] decidió, después de tomar prestado el carromato de su vecino comerciante de leche, este domingo del verano de 1860, ir a encontrarse cara a cara con la Naturaleza».

Este intertítulo sobreimpreso en el río que abre el film Un día en el campo (Partie de champagne, Jean Renoir, 1946), brinda las dos primeras claves de acceso a dicha obra.

Por un lado, la fecha: 1860, el Segundo Imperio Francés en pleno auge –como parte de un convulsionado proceso de cambios políticos en el País– con Napoleón III a la cabeza. A pesar del autoritarismo del flamante monarca, su gobierno se caracterizó, hasta esta fecha, por brindarle a los trabajadores servicios médicos y condiciones de habitabilidad edilicia más dignas; fomentar el desarrollo de vías de circulación y de medios de transporte; tolerar otras creencias sin realizar persecuciones ni pogromos, aunque favorecía firmemente el catolicismo (la religión oficial del Estado); y modernizar París al convertirla en el epicentro de Francia. En suma, una época de bonanza y estabilidad con dicha ciudad como principal foco de atención dadas sus transformaciones geográficas.

Este bagaje informativo de tipo político nos ayuda a comprender mejor el lugar de relevancia que posee en el film la distinción de clases sociales en la mención o en la presencia de ocupaciones como ferretero, remero, restaurantero, lechero o tendero a partir de determinados usos y costumbres –el característico carro de lechero o los buenos modales que supuestamente no podrían provenir de la hija de un tendero o de un par de remeros–, o la importancia de las constantes referencias a París en líneas de diálogo como «Los parisinos son como microbios; llega uno y en menos de una semana tienes una colonia», «[…] con un bote como este podría fácilmente remar desde aquí hasta París en una hora», «[…] en París hay poco oxígeno» o «Querrán un picnic. Los parisinos siempre los hacen [...]». Es este último comentario que me lleva a la segunda clave de acceso a la película presente en el intertítulo: la representación de la Naturaleza.

Fotograma del film.

En principio, la misma se manifiesta omnipotente, vasta, inconmensurable, dadivosa, generosa. Así lo subrayan líneas como «¡Qué asombroso es el campo!», perteneciente a Henriette, o «La naturaleza aún guarda muchos secretos, amigo mío [...]», del Sr. Dufour. Esta dimensión bucólica, "eglógica", hace que el film se vincule precisamente con la égloga, caracterizada por el amor como tema central, el campo como escenario principal, la idea paradisíaca de la naturaleza y el protagonismo de la música en relación con diálogos de temática pastoril, de la cual me explayaré más adelante.

Fotograma del film.

Asimismo, resulta necesario atender nuevamente la línea que ha dado pie a la segunda clave de acceso: «Querrán un picnic. Los parisinos siempre los hacen [...]». A saber, "picnic" quiere decir "día de campo", noción que forma parte del título del film. A propósito, la enciclopedia online Wikipedia, cuenta: «La Revolución francesa popularizó el picnic en todo el mundo. Los aristócratas franceses huyeron a otros países occidentales, trayendo consigo sus tradiciones de picnic. En 1802, un grupo de moda de más de 200 londinenses aristócratas formó la sociedad "Pic Nic", cuyos miembros eran francófilos –o quizás franceses– y hacían alarde de su amor por todo lo francés cuando las guerras con Francia se calmaron entre 1801 y 1830. Sin embargo, la historiadora gastronómica Polly Russell insinúa que la sociedad "Pic Nic" duró hasta 1850 [diez años antes de la fecha en la que se sitúa la historia de la película de Renoir]. El objetivo del grupo era ofrecer espectáculos teatrales y comidas suntuosas, seguidas de juegos de azar. Y se esperaba que cada miembro aportara una parte del entretenimiento y de los refrigerios, sin un anfitrión en particular». Como este film, pienso en otras obras que también hayan trabajado la idea de picnic. Las que se me ocurren a priori son: Déjeuner de chasse (François Lemoyne, 1723), A Pic Nic Party (Thomas Cole, 1846) y, por supuesto, Le Déjeuner sur l'herbe (Édouard Manet, 1863).

Déjeuner de chasse, A Pic Nic Party y Le Déjeuner sur l'herbe.

Pinturas emplazadas en espacios campestres. Y si tuviese que pensar en un pintor que se haya interesado por retratar la relación entre la naturaleza y la [alta] sociedad francesa, y que se vincule directamente con esta película, no podría ser otro que no fuese Pierre-Auguste Renoir, el padre de Jean Renoir.

La Promenade (Pierre-Auguste Renoir, 1870).

Es esta peculiaridad la que me lleva a la dimensión pictórica presente en el film de Renoir, en primera instancia, por la relación de aspecto utilizada: 1.37:1. Formato cuadrado, cuyos laterales superiores e inferiores curvilíneos refuerzan esta noción. Asimismo, cobran notoriedad la armoniosa distribución de los sujetos en el plano y el movimiento interno del cuadro gracias a la profundidad de "campo" (influencia directa de Orson Welles y El ciudadano, de 1941) y la fijeza de la cámara (influencia directa de John Ford, a quien Renoir reconocía como referente gracias a su película El delator, de 1935). Pero también el cuadro dentro de otro cuadro.

Fotograma del film.

Es decir que el film también trabaja una idea de duplicidad o, mejor dicho, de desdoblamiento: Jean Renoir como director y como actor (es el Sr. Poulain, el dueño del restaurante); Marguerite Houllé (amante de Renoir) como montajista y como actriz (la moza); Alain Renoir (hijo de Jean Renoir) como actor (el niño pescador del inicio); y el filósofo Georges Bataille, el guionista Pierre Lestringuez y, especialmente, el cineasta Jacques Becker y el fotógrafo Henri Cartier-Bresson como asistentes de dirección y como actores (los seminaristas).

Fotograma del film.

Y al mismo tiempo se trata de una operación especular, refractaria. La misma se apoya, por un lado, en los nombres de los protagonistas (Henri/Henriette), o el de la ex de Henri (Hortense). Esto insinúa que la película tendrá una andadura poética; es decir, cómo piensa el lenguaje. Y, al mismo tiempo, se evidencia en el comentario del Sr. Dufour: «Creo que allí está escondido un lucio, esperando saltar sobre su presa», un analogón del plan que los remeros estaban urdiendo precisamente en la escena precedente. En ese momento, la cámara de Claude Renoir (DF del film y, a la vez, sobrino del director) realiza un tilt-down, reencuadrando así en el reflejo de Anatole y su suegro.

Fotograma del film.

Y al tener presente la noción de espejo que practica la película, inmediatamente pienso en el escritor argentino Jorge Luis Borges y la idea que trabaja en su cuento 'Tlön, Uqbar, Orbis Tertius' de la primera parte de "El jardín de senderos que se bifurcan" (correspondiente a su libro Ficciones, de 1944): «Descubrimos […] que los espejos tienen algo monstruoso» o «[…] los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres». Algo de este carácter "monstruoso" se manifiesta en la Naturaleza. Así lo insinuaba el Sr. Dufour. Reitero: «La naturaleza aún guarda muchos secretos, amigo mío [...]».
Pronto, la Naturaleza deja de resultar paradisíaca para tornarse colérica y peligrosa. La Fotografía evidencia su textura granulosa y sus tonos adquieren mayor opacidad. Y el Sonido acompaña estos comportamientos a través del soplido del viento furibundo o las aguas torrenciales del río. De repente, la Naturaleza revela el su lado más "tenebroso". Es con esta palabra con que el antropólogo y filósofo argentino Rodolfo Kusch describía al Arte americano actual en su texto Anotaciones para una estética de lo americano (1955). El verdadero Arte en la Historia de la Cultura americana, afirma Kusch, tuvo relación con conjurar el miedo; esto es controlar los miedos de una Naturaleza que se presentaba como una entidad amenazante. Ese miedo radica en su capacidad para organizarse, tal como puede verse en el film. Kusch sostiene que el Arte siempre se manifiesta bajo el mecanismo del conjuro y le permite al Hombre vivir el encuentro con la Naturaleza, precisamente el objetivo del Sr. Dufour que indica el intertítulo.
Ahora bien, ¿qué es lo que desató la furia de la Naturaleza? Hay un rastro de pistas que pueden ayudar a responder el interrogante, y me lleva nuevamente a la dimensión pictórica de la película. Resulta que el campo puede ser espacio no sólo de relajación o de recreación sino también de cierta perversidad. En este sentido, pienso en el cuadro Nymphes et Satires (William Bouguereau, 1873).

Nymphes et Satires.

Es que la manera de comportarse de los remeros, sobre todo de Rodolphe, con Henriette y su madre recuerda a los sátiros que perseguían concupiscentemente a las ninfas por los bosques en la mitología griega.

Fotogramas del film.

Es decir que el film trabaja también cierta noción de "voyerismo" (vocablo francés, por cierto) que no se apoya sólo en la conducta de los personajes antes mencionados, sino también en los niños lugareños y, especialmente, en los seminaristas, de los cuales, dos se detienen a observar a Henriette y su madre.

Fotogramas del film.

Y esto me lleva al principal indicio relacionado con la ira desencadenada de la Naturaleza, el cual yace en una de las ideas expresadas previamente por Borges: la cópula. Y es que en la película resulta notoria la carga bíblica. Lo inmoral, lo prohibido: el espacio bucólico inicialmente "edénico"; la virginal albura del vestido tanto ceñido (opresivo) como sacramental de Henriette; y la irrupción de la música de Joseph Kosma –cuyas notas pasan de confortables a ser agresivas, acusatorias– para señalar la consumación del pecado, la infidelidad de Henriette al ceder al forzamiento de Henri. Todas características, a su vez, del melodrama. Así lo anticipaba Rodolphe: «El viento ha cambiado, mira esas nubes. Pronto lloverá».

Fotograma del film.

Desde lo bíblico, el destino para quien peca y no se arrepiente es el infierno, el abismo. Curiosamente, la cinta de Renoir se trata, como conté anteriormente, de un ejercicio de autorreflexión, es decir, una puesta en abismo.
No obstante, me pregunto si habrá sido el beso entre Henriette y Henri lo que desató la furia de la Naturaleza. ¿O habrá sido lo que Rodolphe hizo con su madre? Algo le había anticipado a Henri cuando conversaron en el restaurante: «Invitaría a remar, desembarcaríamos en algún sitio para estirar las piernas y entonces me divertiría un poco». Sin embargo, una vez que salen de cuadro, ocurre una elipsis de contenido y pasamos directamente a la escena del beso de Henri y Henriette.

Fotograma del film.

Nunca sabremos a qué se refería Rodolphe con "me divertiría un poco" ni lo que ocurrió entre los pastizales. Pero si pensara maliciosamente, se me vendrían a la mente otros films como Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1965) o La violencia está en nosotros (John Boorman, 1972), donde el espacio bucólico, así como es edénico, también puede ser un sitio ominoso, pesadillesco, en el que ocurren las peores abominaciones que puede perpetrar el Hombre.

Crónica de un niño solo.

Así, la película continúa dialogando con la narrativa borgeana, por ejemplo, con la noción de restricción. Y es que Henriette, al reconocer el pecado que ha cometido, reprime sus verdaderos sentimientos y rechaza a Henri. En este caso, una restricción que opera en contra del personaje, el cual decide rechazar, a su vez, la transformación. Pienso inmediatamente en el final de Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995), otro melodrama, donde su protagonista, Francesca, aun teniendo la oportunidad de escapar de una vida matrimonial rutinaria, tediosa y monótona, decide, a duras penas, continuar con ella y desatender sus verdaderos sentimientos por Robert, con quien ha vivido un corto pero apasionado "idilio" [una de sus acepciones considerables es ser un poema de carácter bucólico y con tema amoroso] a espaladas de su marido. Sin embargo, Renoir, a último momento, eludirá el fatalismo borgeano para insinuar un destino diferente de sus personajes.
Una elipsis de tipo inmensurable nos indica, intertítulo sobreimpreso mediante, el trascurso de una cantidad de años imprecisa. Henri vuelve a la escena del crimen moral, y para su sorpresa –y la nuestra– Henriette también, pero con Anatole, con quien ya se ha casado. Aun así, ambos no pueden olvidarse. No obstante, la música, agresiva, siempre acusatoria, vuelve a entrometerse entre los dos. Es evidente que no pueden estar juntos. Henriette, derrotada, rema sola la canoa mientras su flamante marido… vaya uno a saber en qué estará pensando. En efecto, Henriette tendrá que remar sola su matrimonio. La cámara abandona la canoa de los cónyuges para reencuadrar a la de Henri, quien sólo alcanza a fumar melancólicamente, como lo ha hecho a lo largo de todo el metraje. Y seguidamente reencuadra en el rio. Un plano abierto, digamos. Un final abierto, pues. Más que una ventana, Renoir deja abierto el plano para otra posibilidad futura de Henrietta y Henri. Ojalá.
Para terminar, quisiera referirme exclusivamente a Jean Renoir en su rol de director. A lo largo de todo el film, me han llamado la atención algunos empalmes ejecutados inadecuadamente. Es decir, el corte entre un plano y el otro, resultaba (muy) notorio, atentando en consecuencia con la fluidez del montaje. Pero lo sospechoso es la inconstancia de este recurso, pues estaba presente en unas pocas escenas. Y dada su escasez a lo largo del metraje, en oposición al virtuosismo compositivo de la dirección, más que algo buscado, tiendo a considerar esto como un error. Un error de un director talentoso, quien ha abierto el camino de otras leyendas del Cine, como el estadounidense Robert Aldrich, el italiano Luchino Visconti o el hindú Satyajit Ray. En este sentido, el intertítulo inicial revela que la película fue terminada con la ausencia de Renoir, quien se encontraba de viaje. Por lo tanto, ¿cómo es posible pensar que haya permitido semejante falla? Sin embargo, recientemente, he empezado a leer el libro del docente, investigador y escritor argentino David Oubiña Caligrafía de la imagen. De la política de los autores al Cine de autor (Prometeo Libros, 2022), en donde, a nivel general, se propone revisitar y escudriñar la histórica idea de "autor" cinematográfico. Curiosamente, en el apartado 'La escuela Schérer y la política de los autores', correspondiente al primer capítulo "Cinéfilos, cinemaníacos, cineastas", Oubiña comparte unas líneas que François Truffaut (en ese entonces, crítico de la icónica revista especializada Cahiers du cinéma) le ha dedicado a su colega francés, a propósito de la noción de "genio": «La cuestión que se plantea es saber si se puede ser a la vez genial y fracasado. Creo más bien que el fracaso es el talento. Triunfar es fracasar. […] Estoy convencido de que no hay grandes cineastas que no acaben sacrificando algo: Renoir sacrificará todo (el guion, el diálogo, la técnica) a favor de un mejor juego interpretativo». Es precisamente esto último lo que me lleva a mirar a Renoir de una manera diferente y a considerar el gesto lúdico que señala Truffaut. En este sentido, me gusta ver a Renoir como el Homo ludens, es decir, el "Hombre que juega" con los nombres, con el lenguaje, con los personajes, con la cámara y, en definitiva, con el espectador. En suma, una suerte de prestidigitador, al mejor estilo de su antecesor y colega Georges Méliès, ¿por qué no? 
Y ahora sí, para terminar, vuelvo al inicio: el Río, esa presencia constante, cual leitmotiv visual y sonoro, en la filmografía de Renoir. ¿Cómo evitar mencionarla? A propósito, pensaba en la tradición del Río, en otras obras que pudiesen dialogar con el film. De pronto pensaba en Las aguas bajan turbias, aquella obra maestra de 1952 del gran Hugo del Carril, o en Horacio Quiroga. No obstante, recordé a Juan L. Ortiz y su poema "Fui al río" (en El ángel inclinado, de 1937). Lo comparto, a modo de cierre:

Fui al río, y lo sentía
cerca de mí, enfrente de mí.
Las ramas tenían voces
que no llegaban hasta mí.
La corriente decía
cosas que no entendía.
Me angustiaba casi.
Quería comprenderlo,
sentir qué decía el cielo vago y pálido en él
con sus primeras sílabas alargadas,
pero no podía.
Regresaba
—¿Era yo el que regresaba?—
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

Para finalizar, dejo el siguiente interrogante. Hemos visto que Renoir retrata a los hombres como superficiales [la gordura como la fisonomía femenina predilecta para él… y para los monarcas a través de líneas como «Hay dónde agarrarse» (la delgadez en las mujeres era sinónimo de depauperación, es decir pobreza, mientras que la gordura era entendida como nutrición, o sea, riqueza; una vez más la noción de clase presente en la película)], tradicionales [el omelette de estragón], torpes [Anatole], algo machistas (el humor del Sr. Dufour). Sin embargo, no dejo de preguntarme qué representa la abuela vestida de aquel negro mortuorio.

Jota

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